domingo, 6 de noviembre de 2011

HABITANTE NUMERO SIETE MIL MILLONES (III)

Rafael Michel.
Con el habitante número siete mil millones...
Según el ultimo conteo que se realizo en el 2005, por parte de INEGI (Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática)Los Estados Unidos Mexicanos contaban, al 17 de Octubre de 2005, con un total de 103' 263 388 habitantes, que representan el 1.6% de la población mundial. De ellos 53.0 millones son mujeres y 50.3 millones son hombres.
Fuente(s):
Para mayores informes visita la pagina sig:
http://inegi.gob.mx/inegi/contenidos/esp
Por eso, el reto de la actualidad no es la cantidad de personas que habita el planeta, sino la manera en que esas formaciones humanas se ajustan entre ellas y en relación con el entorno ecosistémico. Hasta ahora, la tendencia ha sido la desmesura en ambos rubros: una explotación feroz de los recursos naturales, sin planeación a futuro y sin una prevención verdadera de las consecuencias perniciosas, por una parte; por otra, un ensanchamiento sostenido de la brecha entre el mundo avanzado y el atrasado, lo mismo que la replicación de dicho hiato al interior de las naciones, sin considerar las posibilidades productivas, de estabilidad social y de desarrollo pleno para la mayoría que un orden diferente traería consigo.

De manera que siete, ocho, 10 mil millones de seres humanos, a pesar de lo impactante de las cifras, son números bajos para la inmensidad del territorio habitable en la Tierra. El dato actual de siete mil millones de personas será superado sin alharaca en este mismo siglo. Según un estudio publicado a la vuelta del milenio por la revista Nature, para el 2070 puede haber nueve mil millones de personas en el planeta —en el orden del 75 por ciento de probabilidad; en tanto que para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), considerando el 25 por ciento de probabilidad restante, esto ocurrirá en el año 2050—; de esta tendencia, las regiones con mayor incremento poblacional serán el sudeste asiático y el África subsahariana, incluso tomando en cuenta la sostenida expansión del sida en esta última región del globo. Las regiones con el mayor decrecimiento poblacional serán Europa central y Europa del Este, lo mismo que China y Japón, cuyas poblaciones tenderán a hacerse mayoritariamente viejas al cabo de tres generaciones. La tendencia así establecida, teniendo como horizonte de referencia un siglo (del 2000 al 2100), parece no tener variación en la actualidad. Es un hecho irreversible que en nuestra época la humanidad se expande con éxito inusitado en el planeta y, a menos de que ocurra una catástrofe mayor, como las descritas por los lenguajes del exterminio en clave estética (cómics, cintas y novelas acerca de epidemias desmedidas, choques estelares azarosos o desastres nucleares de mano propia, por ejemplo), la humanidad ensanchará su especie a niveles históricamente descomunales.

Al respecto, los expertos reunidos en torno a la FAO han enfatizado el uso expandido, racional y productivo de la tecnología para apuntalar las necesidades alimentarias de la creciente población mundial; grado cero de toda consideración sobre el desarrollo del ser humano en el planeta: sin alimentos, no se puede siquiera hablar de la viabilidad de la especie. El nudo gordiano de tecnología, explotación inteligente de la tierra cultivable y distribución justa de los beneficios de la misma, permea las propuestas de dicha organización mundial. Así, en el documento “La agricultura mundial en la perspectiva del año 2050”, resultado del Foro de Expertos de Alto Nivel “¿Cómo alimentar al mundo en el 2050?”, se afirma que “Las proyecciones muestran que para alimentar una población mundial de nueve mil 100 millones de personas en 2050 sería necesario aumentar la producción de alimentos en 70 por ciento entre 2005/07 y 2050”. Sin embargo, “(…) una gran parte de la tierra que todavía no está explotada adolece de limitaciones (químicas, físicas, enfermedades endémicas, falta de infraestructura, etcétera) cuya superación es difícil o económicamente inviable”.

En un estado ideal de cosas, el crecimiento sustentable del campo produciría ambientes humanos altamente rentables, eficientes y generadores de riquezas. Una de las tendencias invariables de los últimos 50 años ha sido la urbanización del mundo. De manera inédita en la historia del planeta, al cabo de unos 30 años, la mayor parte de la población mundial se concentrará en las ciudades y no en las zonas rurales. Sin embargo, la producción alimentaria continúa verificándose de manera esencial en estas últimas. En consecuencia, es una oportunidad inmejorable para hacer de los espacios agropecuarios rurales regiones de experimentación organizacional de alta competitividad. Esto incluiría tecnificación, desarrollo infraestructural de calidad, cientifización de los conocimientos empíricos (como el tratamiento de enfermedades en plantas, animales y humanos), asistencia pública, incremento de los niveles educativos y, en suma, la constitución de un horizonte vital y productivo con altos niveles de calidad.

Con infortunio, la tendencia parece ser la opuesta. El investigador noruego Bjørn Lomborg —un entusiasta de la civilización capitalista, quien ha calificado a los medioambientalistas tradicionales como simples “catastrofistas propagandísticos, difusores de información sesgada”— ha sostenido que “esta civilización ha producido un progreso continuo y fantástico durante los últimos 400 años”, pero destaca que falta mucho por hacer para lograr un mínimo equilibrio entre la productividad mundial y el medioambiente, lo mismo que para incluir a grandes grupos poblacionales que viven en condiciones precarias dentro de los beneficios sociales que tradicionalmente se han concentrado en el Primer Mundo.

Sin embargo, la solución para ese diagnóstico acertado no puede venir del sistema en su estado actual: es inherente al mismo la desproporción en la distribución de las oportunidades para el progreso. Críticos mucho más severos, como Immanuel Wallerstein, han sido contundentes: el sistema-mundo capitalista, sencillamente, no podría operar sin semejante desnivel entre sus logros maravillosos y sus profundas miserias. El desbalance, la concentración cupular de los beneficios y los instrumentos de equilibrio parcialmente distribuidos, son parte esencial de su funcionamiento; sin ellos, no podría producir la inmensa cantidad de valor que, de hecho, produce.

Entonces, uno de los grandes lances de nuestro tiempo radica justo en la trabazón de dichas propuestas, en la respuesta colectiva a la pregunta ¿cuál será la faz del siguiente ciclo civilizatorio de la humanidad? El dato simbólico de la habitante siete mil millones pone de manifiesto el reto que se avista en un horizonte de tormentas. El crecimiento poblacional planetario es una dinámica imparable. En principio, en sí mismo, no debería presentar señales de alarma; el fantasma de la sobrepoblación, que cada cierto tiempo analistas catastrofistas ponen en el candelero de la opinión pública, no es un dato relevante ni ahora ni en los próximos 100 años. La posibilidad de una catástrofe planetaria mayúscula, si bien existe como latencia en la medida en que los microorganismos coevolucionan con el humano y los arsenales nucleares son perfectamente funcionales, por ahora está reservada sólo a la ciencia ficción desencantada. Por lo tanto, el esfuerzo multidisciplinario deberá enfocarse en imaginar con fundamentos sólidos la manera en que esa cuantiosa población actual y venidera se encuentre con un mundo digno de ser vivido; en la fórmula precisa para combinar avances civilizatorios capitalistas con la erradicación de sus graves y profundos males; en la potencialidad inherente a la razón humana para erigirse, esta vez en serio, como lo más fino y acabado que la evolución natural ha producido en este planeta. Para dejar, pues, de ser su propio vampiro.

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