lunes, 21 de noviembre de 2022

PERU VIVE MOMENTOS DIFICLES.

Perú y el golpe de estado.

Grave situación es la que vive en estos días el pueblo peruano.

I

America Latina ¡tiene su historia!  

Las profundas transformaciones que ha vivido América Latina en los últimos 50 años, resultan indisociables del proceso de militarización que sufrió el continente entre las décadas de 1960 y 1970, y que tuvo como característica central la desagregación progresiva del papel que desempeñaba el Estado como articulador de la vida pública y promotor del desarrollo económico. La visión alternativa a la lectura que este escenario de violencia tuvo en América Latina, incorporando como elementos determinantes la integración regional de intensos procesos represivos y su articulación global con la Guerra Fría.

Se confirma que las derechas latinoamericanas han sustituido los sangrientos cuartelazos y las dictaduras militares por campañas de difamación y de siembra de odio y de pánico, por la subversión y la ingobernabilidad inducidas por el llamado lawfare –es decir, el acoso desde estructuras judiciales entregadas a la corrupción– y por las asonadas legislativas.

Resulta fácil calificar lo ocurrido en Perú con los eventos de los últimos días. Fácil, pero engañoso. La mirada ofrecida en este editorial del diario mexicano La Jornada sirve para entender más a fondo el cataclismo institucional e interpretarlo en su contexto latinoamericano.

Opositores y algunos funcionarios del derrocado presidente peruano Pedro Castillo –entre ellos, la hasta el miércoles vicepresidenta, Dina Boluarte– calificaron de “golpe de Estado” la decisión del mandatario de disolver el Congreso, decretar un gobierno de excepción, llamar a elecciones para una constituyente y emprender la “reorganización” del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. En respuesta a tales determinaciones, el Legislativo destituyó a Castillo por una abrumadora mayoría y la fiscal Patricia Benavides ordenó la detención del hasta entonces mandatario, quien fue retenido en la Prefectura de Lima por la Policía Nacional. De inmediato, un portavoz del Departamento de Estado declaró en Washington que Estados Unidos considera a Castillo un “ex presidente”.

II

Sin afán de justificar las medidas adoptadas por el antiguo maestro rural, es importante considerar su contexto: en año y medio en el cargo, Castillo no pudo llevar a cabo el mandato que recibió en las urnas en junio del año pasado –y que incluía la convocatoria a un congreso constituyente y la desactivación del Tribunal Constitucional– porque durante ese tiempo su gestión fue sistemáticamente saboteada por la derecha, tanto en el ámbito legislativo como en el judicial y en el mediático. La pertinencia de la reorganización institucional que propugnó el presidente fue dramáticamente confirmada por 15 meses de una ingobernabilidad, que es ya rutinaria en Perú y que se traduce en la inviabilidad del Poder Ejecutivo: de 2018 a la fecha, la nación andina ha tenido seis presidentes, varios de ellos destituidos por el Legislativo, e incluso procesados, por acusaciones –verídicas o falsas– de corrupción.

En este contexto, es claro que la remodelación institucional del país y la regeneración de una clase política del todo descompuesta eran y siguen siendo tareas indispensables para dar a Perú un mínimo de estabilidad y certeza política. En el caso de Castillo, la disfuncionalidad de las instituciones fue aprovechada desde el primer día de su gobierno por una derecha corrupta, racista y oligárquica que vivió como un agravio la llegada al Palacio de Gobierno de un sindicalista indígena dispuesto a aplicar un programa de justicia social, soberanía y recuperación de las potestades más básicas del Estado en materia de economía.

Aun antes de las elecciones de 2021, la derecha oligárquica emprendió una campaña de linchamiento en contra de Castillo, para lo cual echó mano de sus medios y de sus partidos y de todas las posiciones de poder que controla, y no dudó en cerrar filas en torno a la candidatura de Keiko Fujimori, hija de uno de los presidentes más corruptos y represores de la historia reciente.

El caso de Perú tiene resonancias ineludibles con el acoso mediático y judicial que se realiza en Argentina en contra de la vicepresidenta Cristina Fernández, con la persecución mediática, legislativa y judicial que depuso a Dilma Rousseff en Brasil y llevó a la cárcel al ahora presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva, así como con la ilegal destitución de Fernando Lugo en Paraguay. Más aún, la destitución y el arresto de Castillo evocan las maquinaciones mediáticas y judiciales que antecedieron los golpes de Estado perpetrados en contra de José Manuel Zelaya (Honduras, 2009) y de Evo Morales (Bolivia, 2019). El denominador común de todos los mencionados es que son dirigentes progresistas que han buscado revertir en alguna medida las atroces injusticias sociales que padecen sus países y la vergonzosa sumisión a Washington que practican las oligarquías nativas cuando se hacen del poder político.

III

Visto desde esa perspectiva, lo ocurrido en Perú no es sino la culminación de una suerte de golpe de Estado en cámara lenta que se había venido construyendo desde el momento mismo en que Pedro Castillo se unció la banda presidencial; un golpe de Estado que tenía como propósito acorralar al gobernante para hacer imposible el ejercicio de su cargo e impedir que cumpliera el mandato popular que recibió de la ciudadanía.

Durante las décadas de 1960 y 1970 del siglo XX, América Latina vivió, de manera sistemática y estratégica, un proceso de militarización, el cual utilizó como acto político de expresión, como puesta en escena, la forma del golpe de Estado. Si bien la literatura política acuñó este término para describir la irrupción de gobiernos de facto asociados a un tipo específico de autoritarismo, en el curso de este proceso el término golpe de Estado adquirió la particularidad de expresar la captura del Estado por instituciones militares a partir de un acto material y simbólico. Material, en la medida en que fueron golpes que utilizaron infraestructura propia de una situación de guerra, movilizando sofisticados recursos para la conquista efectiva de instituciones organizadas exclusivamente desde el poder civil. Simbólico, debido a que dichas instituciones no sólo representaban los puntos más significativos del campo político (llámese casa de gobierno, ministerios, medios de comunicación, universidades), sino que, además, sobre ellas se desplegó un conjunto de códigos altamente jerarquizados destinados a inundar el ámbito público de un principio de excepcionalidad, hasta entonces, propio de situaciones catastróficas o de agresión externa.

La toma violenta del Estado, en cuyo seno descansaba el poder político mismo, se convirtió, desde la década de 1960 en una práctica recurrente de las instituciones de defensa nacional, constituyéndose no sólo en actores fundamentales del proceso de cambio que sufrió el continente, sino en garantes del curso irreversible que este proceso adoptó en los años siguientes. Se trata de un proceso de cambio que implicó diversos planos de la escena nacional, y que podrían ser resumidos en la abolición de la idea tradicional de Estado y de la centralidad de las instituciones públicas que le acompañaban en el ejercicio de articulación de la vida política en sociedad.

 IV

En este contexto de militarización, los golpes de Estado constituyen un acto fundacional de lo que podríamos llamar un nuevo escenario estatal a través del cual comenzaría a expresarse una forma inédita de administración de la vida política y de los asuntos públicos: una entelequia administrativa excepcional que, con el tiempo, destruyó el horizonte de acción que el Estado nacional latinoamericano había históricamente trazado.

En este sentido, el Estado, cuya historia en América Latina es indisociable de una violencia política que atraviesa con sistematicidad el siglo XX, vive a raíz de este proceso de militarización una transformación paradigmática. No sólo se dará fin a la estructura tradicional de Estado, a partir del cual los proyectos modernizadores encontraban su realización programática (en el "Estado nacional desarrollista" o en el "Estado nacional populista", por ejemplo); sino que, a su vez, toma lugar la "extinción" de la idea misma de Estado, de su protagonismo ideológico, digamos: de su condición de aparato. El Estado pierde así su centralidad en las decisiones políticas y económicas, relevando su lugar a la estructura supranacional del capitalismo mundial.

Esta pérdida ocurre de modo consustancial al agotamiento sistemático (y sintomático) de la sociedad civil y de las prácticas públicas tradicionales, describiendo con ello un estado de época que fue denominado en la década de 1990 como neoliberalismo. Éste no sólo debe ser entendido aquí como un conjunto de axiomas económicos, concibiendo lo económico como una esfera particular de la cuestión nacional. Por el contrario, debe entenderse como un programa continental de articulación de la fuerza social, que fue producto de un proceso histórico de disciplinamiento riguroso de la sociedad civil y sus relaciones políticas. De este modo, la instalación regional del neoliberalismo1 describe un acontecimiento político más que económico, puesto que las llamadas políticas económicas puestas en práctica a lo largo de este proceso de militarización -privatización, desregulación, liberalización, descentralización, por nombrar algunos lugares comunes- constituyen, en rigor, una economía política que tuvo como principio el desmantelamiento del Estado nacional y su estructura ideológica como promotor exclusivo del desarrollo económico. No obstante, algunos de estos procesos —la descentralización o la modernización del Estado— pudieron ser vistos con cierto optimismo político al inicio de las transiciones a la democracia, lo cierto es que en términos efectivos, concretos, constituyen parte esencial de la despolitización del Estado en América Latina. Más allá de los eufemismos e ideologemas que nutren los discursos políticos contemporáneos en torno a la necesidad de "profundizar" reformas estructurales del Estado latinoamericano, habría que preguntarse con rigor si acaso estas reformas no fueron el salvoconducto que requirió el capital internacional para hacer más "competitiva" la Región respecto de los intereses transnacionales.

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