sábado, 10 de marzo de 2012

SON MEGACHIPOCLUDAS TODAS LAS MUJERES.

Rafael Michel.
Sé que son "megachipocludas".
Todos somos parte de una mujer.
Si tuviera el poder.
Si pudiera hacerlo.
Si fuera un "mago veloz". Si tuviera más poder del que actualmente ostento, reordenaría los satelites y los astros de tal manera que el alineamiento del cielo y la Tierra nos indicara que aún ese día tan importante; y por ende la publicación de esta columna coincidiera con el Día Internacional de la Mujer. Hoy y todos los días debe de ser "día de la mujer".
No he cultivado tal habilidad, por supuesto, así es que lo diré con sílabas: Fe-li-ci-da-des a to-das.

Los machos tenemos nuestras virtudes (no me voy a autobalconear), pero las muchachonas han sido aderezadas con tantas bondades, que estoy convencido de que la vieja teoría de la supremacía masculina ha sido uno de los peores estornudos intelectuales de la historia.

Con este planteamiento me permito cocinarme el balbuceo que están a punto de encontrarse, esperando no convertirme en un pastel de frutas en el proceso:

Las damas son hipercompetentes en muchos sentidos. Veamos: Un cacho sustancial de la existencia de las mujeres se la pasa ondeando en un plano alterno a la realidad tradicional (la única realidad que conocemos los hombres), por eso no las entendemos. Hay un aparato incrustado en el cerebelo de cada mujer que emite frecuencias suprahumanas, mismas que desbaratan las leyes de la física y someten al espectro electromagnético a cualquier antojo comunicativo. Esto les otorga la capacidad de contarle una anécdota entera a otra mujer sin hacer nada más que menear la ceja izquierda, o de advertirle a una amiga la repulsión que les provoca algún suspirante borracho en el bar con un simple fruncido. Es injusto y asimétrico para nosotros, ya que un par de muchachas puede estar llevando a cabo un intercambio robusto de información mientras nosotros nos rascamos las orejas, enajenados e inadvertidos.

Con eso ya van de gane, pero el creador decidió apapacharlas un poco más: las damas, además de ser dueñas del aparato transmisor silencioso previamente mencionado, los mujeres llegan a este mundo con un maletín que contiene siete lenguas y ocho pares de orejas. Al nacer, las enfermeras del hospital (de manera muy sigilosa para no alertar a los doctores o a cualquier hombre presente en la sala) se encargan de instalar cada uno estos accesorios, calibrarlos y asegurarse de que el cableado esté debidamente conectado. El resultante son mujeres que pueden malabarear entre cuatro y siete conversaciones distintas al mismo tiempo con su grupo de homólogas sin que les tiemblen los párpados (el récord es de 23 conversaciones, establecido a principios del siglo XX). Existe un estudio que afirma que si como hombres intentáramos gestionar alguna hazaña similar, nos explotarían los ganglios.

Por último está la sexualidad. A los hombres nos cuesta sangre ir puliendo y dándole forma a nuestra intuición sexual, lo que se traduce besos cuadrados y bailes acartonados en la secundaria (cuentan que algunos aún padecen de esto); las mujeres se pintan, peinan y arreglan de manera recreativa desde que aprenden a caminar (prácticamente no hay ejemplar femenino que no haya intentado portar los tacones de su madre y buscado asegurarse que la casa entera se percatara). A ellas les sale gratis, nacen con ese instinto y saben aprovecharlo.

Toda esta colección de características extraterrestres y envidiables convierte a las damas en seres irreduciblemente distintos a nosotros, que nos enredan el cerebro como trapo cada vez que intentamos estructurarlas en nuestra cabeza. Pero aquí respira la paradoja: el modus operandi de las mujeres es tan mágico y nos es tan ajeno, que las convierte sin duda en la mejor y más adictiva parte de nuestro único plano de realidad varonil. Felicidades de nuevo. Todos somos parte de una mujer. No debemos de olvidarlo.
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